es la Universidad del privilegio”
Andrés Cisneros.
Hace ya
muchos años, comencé a discutir con docentes universitarios el rol que había
jugado en nuestro país el ingreso irrestricto y la gratuidad de nuestra
Universidad pública; en esa época, y estoy hablando ya de dos décadas, uno de
mis mejores amigos me aportó la frase que encabeza esta nota.
Desde
entonces, todo ha continuado yendo barranca abajo.
Alieto Guadagni, a quien no
me canso de citar, ha demostrado cómo la educación pública argentina, y hasta
la privada, se ha ido deteriorando, sobre todo en los últimos diez años.
Ayer
mismo, sin embargo, nuestra Presidente, al inaugurar el nuevo edificio que se
integró al complejo de la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de
Buenos Aires, sostuvo exactamente lo contrario; frases como “La Universidad pública y gratuita es
igualadora social” son, lisa y llanamente, mentiras clientelísticas, que la
ya famosa Cámpora está dispuesta a creer, comprar y vender.
La
realidad, mal que le pese a doña Cristina, es bien distinta, se la mire desde
el ángulo que se lo haga. La concepción populista es, por el contrario, una
máquina para perpetuar privilegios, y basta para confirmarlo analizar qué
porcentaje de alumnos de la Universidad proviene de las clases media-baja y
baja.
Porque,
sin necesidad de estudiar cifras y estadísticas, un simple razonamiento
deductivo basta para confirmar el aserto.
¿Resulta el mismo esfuerzo estudiar
una carrera para un hijo de la clase media, cuyos padres pueden mantenerlo, que
para quien proviene de una familia obrera, que necesita del propio trabajo del
universitario para subsistir?
Por otra
parte, ¿resulta comparable quien llega a la facultad en su automóvil o vive muy
cerca de ella que quien debe viajar en medios públicos durante horas para
llegar a clase?
Desde
otro ángulo, todos sabemos que la Universidad pública se sostiene con el aporte
del Tesoro cuyas arcas, a su vez, provienen de los impuestos que pagamos todos.
¿Es justo que los más pobres soporten con su diario esfuerzo una Universidad
que no tiene exigencias de ningún tipo y a la cual sus hijos no podrán asistir?
Otro
punto de vista resulta de pensar por qué el país todo tiene que pagar para que
algunos pocos estudien carreras que no sirven al conjunto social y que, en la
enorme mayoría de los casos, gradúan gente que no encontrará inserción laboral
en el campo elegido, produciendo frustración y resentimiento. Nuestras ciudades
están llenas de arquitectos-taxistas, abogados-escribientes,
médicos-enfermeros.
Finalmente,
la vigente Ley Federal de Educación, al prohibir la difusión pública de las
evaluaciones de establecimientos educativos de niveles secundario y
universitario, iguala hacia abajo, porque impide la sana competencia basada en
la calidad y en la calificación de los títulos que otorga cada uno.
En la
Argentina, como bien dice Guadagni, el promedio de permanencia en los claustros
de estudiantes de carreras con curricula de cinco años, es siete y, a diferencia
de todos nuestros vecinos, la Universidad sólo gradúa veintidós de cada cien
ingresantes.
Ese
estiramiento artificial de la vida universitaria genera, naturalmente, mayores
gastos en salarios docentes y no docentes, en infraestructura, en medios para
la investigación, etc., todo lo cual recae sobre las espaldas de la población
en general, inclusive de aquellos sectores cuyo único consumo son los alimentos
de primera necesidad, gravados con el IVA.
La
extendida pobreza de los salarios docentes en todos los niveles hace que sólo
puedan ingresar a la enseñanza académica aquellos que, amén de una increíble
vocación, disponen de otros medios de subsistencia o que buscan, en la cátedra,
un galardón social.
Ello no siempre es acompañado por la calidad de la
enseñanza impartida.
Finalmente,
y para no extenderme más en el diagnóstico, un solo ejemplo: en Japón, con
ciento quince millones de habitantes, hay sólo dieciocho mil abogados
autorizados a ejercer la profesión; en Francia, con cincuenta y cinco millones,
la cifra baja a quince mil; en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, con tres
millones, los abogados somos más de cincuenta mil.
Entre
otros efectos negativos, fácilmente imaginables, el exceso de competencia hace
que se bastardee el ejercicio profesional, que los honorarios sean cada vez más
magros, y que día a día los abogados consigan menos vivir de su talento.
Sin
embargo, la UBA sigue graduando futuros frustrados, y el costo de esa
graduación lo soporta toda la población. Suena, al menos, raro, ¿no es cierto?
Mientras
tanto, grandes conglomerados internacionales en industrias de punta se ven
impedidos de instalarse en el país porque no encuentran suficientes ingenieros
informáticos, geólogos, químicos, físicos, matemáticos, geógrafos, etc..
En resumen,
y como en tantas otras cosas, los argentinos queremos que la realidad sea tal
como la deseamos, y no como lo que en realidad es.
Y seguimos intentando, a lo
largo de décadas, obtener resultados distintos con los mismos procedimientos.
¡Vaya estupidez!
Todo esto
tiene solución, pero se necesita coraje y poco apego a los gritos
enfervorizados de La Cámpora, dispuesta a aplaudir cualquier disparate que doña
Cristina proponga, inclusive su reelección eterna. (¡No vaya a ser cosa que la
deserción de la señora los deje a la intemperie, económica y judicialmente
hablando!).
Mi
propuesta, reiterada en notas y publicaciones antiguas, es muy simple.
Se trata
de establecer –la Argentina dispone, sin duda, de los medios informáticos para
hacerlo- cuántos nuevos graduados de cada una de las disciplinas necesitará el
país a cinco años vista. Basta, para hacerlo, con introducir en una computadora
la información que suministren las empresas y el sector público, incluyendo a
los potenciales inversores que se acerquen.
Con el
resultado de esa investigación, se constituiría un primer cupo de ingresantes a
la Universidad.
Para formar parte de él, los estudiantes deberían rendir un muy
exigente examen de ingreso –en matemáticas, lengua, ciencias y ciencias
sociales- y mantener el nivel de excelencia durante toda la carrera, comprobado
mediante pruebas semestrales.
A los
miembros de ese primer cupo, obviamente, no sólo no se les cobraría matrícula
alguna sino que, por el contrario, se les pagaría un sueldo razonable, que les
permitiera inclusive mantener a su familia, durante todos sus estudios.
Como es
obvio, quienes lograran graduarse integrando ese primer cupo encontrarían una
clara salida laboral, ya que tanto el Estado cuanto las empresas los buscarían
afanosamente.
Luego,
crear un segundo cupo que tuviera en cuenta la capacidad física de cada una de
las facultades.
Al menos en algunas de ellas, hay materias en las que los
profesores deben dar clases a más de cien alumnos a la vez, lo cual impide una
eficiente enseñanza.
Ese
segundo cupo, es decir aquellos que opten por carreras que el país no
necesitará –y, por ende, es injusto que deba soportar- o por estudiantes que no
lograran el nivel de excelencia requerido para el primero, debería pagar para
estudiar.
Así de simple: si quieres hacerlo, báncalo tú.
Incorporaría,
además, a esas normas una ley que impusiera al sector público la obligación de
contratar, como consultora externa, a la Universidad, y pagar los honorarios
correspondientes.
Veamos,
antes de rechazarla in limine, qué
efectos produciría la solución propuesta.
En primer
término, produciría mejores graduados, y el país dispondría de profesionales
excelentes en las disciplinas más necesarias.
Luego,
impediría la permanencia del “estudiante crónico”, ese al cual el bajo nivel de
exigencia en materia de cantidad de materias aprobadas se le permite permanecer
en los claustros por muchos años, incordiando a los verdaderos alumnos.
Con el
producido de las matrículas pagadas por los integrantes del segundo cupo, más
los honorarios que la Universidad generaría por sus servicios de consultoría
externa, se formaría un interesante presupuesto propio, que permitiría mejorar
sensiblemente los salarios docentes e invertir en infraestructura y en medios
de investigación.
Al pagar
verdaderos salarios, se incrementaría la vocación por la enseñanza, lo cual
permitiría también exigir más a la calidad de los profesores.
El
círculo virtuoso se cerraría con el nivel de excelencia en los claustros
docentes, lo cual transformaría a la Universidad en un verdadero faro capaz de
iluminar el futuro del país, dejando de ser el miserable fanal que sólo permite
ver la escalera descendente en la que estamos embretados.
Bs.As.,
10 Mar 11.