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jueves, 25 de julio de 2013

Universidad gratuita,


                2013


Estúpida 
Universidad.
Por :

Enrique 
Guillermo 
Avogadro .
Abogado


“La Universidad gratuita, 
es la Universidad del privilegio”
Andrés Cisneros.

Hace ya muchos años, comencé a discutir con docentes universitarios el rol que había jugado en nuestro país el ingreso irrestricto y la gratuidad de nuestra Universidad pública; en esa época, y estoy hablando ya de dos décadas, uno de mis mejores amigos me aportó la frase que encabeza esta nota.
 Desde entonces, todo ha continuado yendo barranca abajo. 
Alieto Guadagni, a quien no me canso de citar, ha demostrado cómo la educación pública argentina, y hasta la privada, se ha ido deteriorando, sobre todo en los últimos diez años.
Ayer mismo, sin embargo, nuestra Presidente, al inaugurar el nuevo edificio que se integró al complejo de la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Buenos Aires, sostuvo exactamente lo contrario; frases como “La Universidad pública y gratuita es igualadora social” son, lisa y llanamente, mentiras clientelísticas, que la ya famosa Cámpora está dispuesta a creer, comprar y vender.

La realidad, mal que le pese a doña Cristina, es bien distinta, se la mire desde el ángulo que se lo haga. La concepción populista es, por el contrario, una máquina para perpetuar privilegios, y basta para confirmarlo analizar qué porcentaje de alumnos de la Universidad proviene de las clases media-baja y baja.

Porque, sin necesidad de estudiar cifras y estadísticas, un simple razonamiento deductivo basta para confirmar el aserto. 
¿Resulta el mismo esfuerzo estudiar una carrera para un hijo de la clase media, cuyos padres pueden mantenerlo, que para quien proviene de una familia obrera, que necesita del propio trabajo del universitario para subsistir?
Por otra parte, ¿resulta comparable quien llega a la facultad en su automóvil o vive muy cerca de ella que quien debe viajar en medios públicos durante horas para llegar a clase?
 Desde otro ángulo, todos sabemos que la Universidad pública se sostiene con el aporte del Tesoro cuyas arcas, a su vez, provienen de los impuestos que pagamos todos. 
¿Es justo que los más pobres soporten con su diario esfuerzo una Universidad que no tiene exigencias de ningún tipo y a la cual sus hijos no podrán asistir?
 Otro punto de vista resulta de pensar por qué el país todo tiene que pagar para que algunos pocos estudien carreras que no sirven al conjunto social y que, en la enorme mayoría de los casos, gradúan gente que no encontrará inserción laboral en el campo elegido, produciendo frustración y resentimiento. Nuestras ciudades están llenas de arquitectos-taxistas, abogados-escribientes, médicos-enfermeros.
Finalmente, la vigente Ley Federal de Educación, al prohibir la difusión pública de las evaluaciones de establecimientos educativos de niveles secundario y universitario, iguala hacia abajo, porque impide la sana competencia basada en la calidad y en la calificación de los títulos que otorga cada uno.
En la Argentina, como bien dice Guadagni, el promedio de permanencia en los claustros de estudiantes de carreras con curricula de cinco años, es siete y, a diferencia de todos nuestros vecinos, la Universidad sólo gradúa veintidós de cada cien ingresantes.
 Ese estiramiento artificial de la vida universitaria genera, naturalmente, mayores gastos en salarios docentes y no docentes, en infraestructura, en medios para la investigación, etc., todo lo cual recae sobre las espaldas de la población en general, inclusive de aquellos sectores cuyo único consumo son los alimentos de primera necesidad, gravados con el IVA.
 La extendida pobreza de los salarios docentes en todos los niveles hace que sólo puedan ingresar a la enseñanza académica aquellos que, amén de una increíble vocación, disponen de otros medios de subsistencia o que buscan, en la cátedra, un galardón social. 
Ello no siempre es acompañado por la calidad de la enseñanza impartida.
Finalmente, y para no extenderme más en el diagnóstico, un solo ejemplo: en Japón, con ciento quince millones de habitantes, hay sólo dieciocho mil abogados autorizados a ejercer la profesión; en Francia, con cincuenta y cinco millones, la cifra baja a quince mil; en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, con tres millones, los abogados somos más de cincuenta mil.
 Entre otros efectos negativos, fácilmente imaginables, el exceso de competencia hace que se bastardee el ejercicio profesional, que los honorarios sean cada vez más magros, y que día a día los abogados consigan menos vivir de su talento. 
Sin embargo, la UBA sigue graduando futuros frustrados, y el costo de esa graduación lo soporta toda la población. Suena, al menos, raro, ¿no es cierto?
 Mientras tanto, grandes conglomerados internacionales en industrias de punta se ven impedidos de instalarse en el país porque no encuentran suficientes ingenieros informáticos, geólogos, químicos, físicos, matemáticos, geógrafos, etc..
En resumen, y como en tantas otras cosas, los argentinos queremos que la realidad sea tal como la deseamos, y no como lo que en realidad es. 
Y seguimos intentando, a lo largo de décadas, obtener resultados distintos con los mismos procedimientos. ¡Vaya estupidez!
 Todo esto tiene solución, pero se necesita coraje y poco apego a los gritos enfervorizados de La Cámpora, dispuesta a aplaudir cualquier disparate que doña Cristina proponga, inclusive su reelección eterna. (¡No vaya a ser cosa que la deserción de la señora los deje a la intemperie, económica y judicialmente hablando!).
 Mi propuesta, reiterada en notas y publicaciones antiguas, es muy simple.
Se trata de establecer –la Argentina dispone, sin duda, de los medios informáticos para hacerlo- cuántos nuevos graduados de cada una de las disciplinas necesitará el país a cinco años vista. Basta, para hacerlo, con introducir en una computadora la información que suministren las empresas y el sector público, incluyendo a los potenciales inversores que se acerquen.
Con el resultado de esa investigación, se constituiría un primer cupo de ingresantes a la Universidad. 
Para formar parte de él, los estudiantes deberían rendir un muy exigente examen de ingreso –en matemáticas, lengua, ciencias y ciencias sociales- y mantener el nivel de excelencia durante toda la carrera, comprobado mediante pruebas semestrales.
 A los miembros de ese primer cupo, obviamente, no sólo no se les cobraría matrícula alguna sino que, por el contrario, se les pagaría un sueldo razonable, que les permitiera inclusive mantener a su familia, durante todos sus estudios.
 Como es obvio, quienes lograran graduarse integrando ese primer cupo encontrarían una clara salida laboral, ya que tanto el Estado cuanto las empresas los buscarían afanosamente.
 Luego, crear un segundo cupo que tuviera en cuenta la capacidad física de cada una de las facultades. 
Al menos en algunas de ellas, hay materias en las que los profesores deben dar clases a más de cien alumnos a la vez, lo cual impide una eficiente enseñanza.
Ese segundo cupo, es decir aquellos que opten por carreras que el país no necesitará –y, por ende, es injusto que deba soportar- o por estudiantes que no lograran el nivel de excelencia requerido para el primero, debería pagar para estudiar. 
Así de simple: si quieres hacerlo, báncalo tú.
Incorporaría, además, a esas normas una ley que impusiera al sector público la obligación de contratar, como consultora externa, a la Universidad, y pagar los honorarios correspondientes.
 Veamos, antes de rechazarla in limine, qué efectos produciría la solución propuesta.
 En primer término, produciría mejores graduados, y el país dispondría de profesionales excelentes en las disciplinas más necesarias.
Luego, impediría la permanencia del “estudiante crónico”, ese al cual el bajo nivel de exigencia en materia de cantidad de materias aprobadas se le permite permanecer en los claustros por muchos años, incordiando a los verdaderos alumnos.
 Con el producido de las matrículas pagadas por los integrantes del segundo cupo, más los honorarios que la Universidad generaría por sus servicios de consultoría externa, se formaría un interesante presupuesto propio, que permitiría mejorar sensiblemente los salarios docentes e invertir en infraestructura y en medios de investigación.
 Al pagar verdaderos salarios, se incrementaría la vocación por la enseñanza, lo cual permitiría también exigir más a la calidad de los profesores.
 El círculo virtuoso se cerraría con el nivel de excelencia en los claustros docentes, lo cual transformaría a la Universidad en un verdadero faro capaz de iluminar el futuro del país, dejando de ser el miserable fanal que sólo permite ver la escalera descendente en la que estamos embretados.
 Bs.As., 10 Mar 11.